Fabricante de consentimiento
En la época colonial, el patrono del gremio de maestros de primeras
letras era el mártir san Casiano, quien murió torturado por las plumas
de sus pequeños alumnos. Desde aquella época y hasta bien entrado el
siglo XIX, para decirlo grosso modo y sin matices, tanto los
poderes públicos como la iglesia y las propias familias vieron en el
maestro al catequista idóneo, capaz de conciliar la educación religiosa y
civil de la que surgirían los buenos fieles y súbditos/ciudadanos.
Dicha imagen no fue seriamente cuestionada sino hasta que se concretaron
las transformaciones educativas que impulsaron las leyes republicanas
de 1867. Desde entonces se le exigió al maestro ser portavoz de un
proyecto cultural laico. Por su parte, la revolución y el cardenismo
hicieron del maestro rural un agente activo en el combate de las
injusticias que el nuevo régimen prometía reparar.
Ya muy entrado el siglo XX, el maestro ha ido perdiendo el
protagonismo cultural y el prestigio social que tuvo en otras épocas, al
menos desde la perspectiva de las clases en el poder. Lenta pero
inexorablemente se ha trabajado desde arriba para que su imagen se
asocie a la del vándalo, poco menos que ignorante, renuente a cualquier
modernización educativa. Ahí, en la frontera con los parias, es donde
los gobiernos federales, la corrupción sindical y los medios de
comunicación se han esmerado en colocar la imagen del maestro. Y ante
esa imagen —más que una visión en la pantalla, una representación
social— palidecen las más profundas causas del rezago educativo
nacional. El estado aprovecha la cortina de humo para evadir
responsabilidades, pues lo importante es que la opinión pública crea que
todo es culpa del maestro.
Es claro que la función social del maestro siempre ha estado sujeta a
los vaivenes de la política, pues lo que se espera tanto de la
educación como del magisterio no siempre es lo mismo. No está de más
recordar que la educación es un proceso social, en el que interactúan
los intereses de las familias, del estado y del propio magisterio. Por
eso mismo, hacen muy mal el gobierno y el duopolio televisivo en lanzar
un linchamiento mediático que sólo denigra y deteriora la imagen de los
maestros ante la sociedad. ¿Así cómo van a ser ejemplares los maestros?
¿Cómo van a ser respetados por niños y padres de familia? ¿Quién va a
querer ser maestro? ¿Quiénes van a ser los agentes de la tan anunciada
modernización educativa? ¿Esos mismos maestros a los que se les regatean
sus conquistas laborales, se les pagan magros sueldos y se les trata
como una pandilla de indeseables?
A la grotesca caricatura que se ha tejido en torno a ellos habría que
contraponer la idea de que los maestros no son ni héroes ni villanos;
son un sector social por comprender, cuyas realidades cotidianas en las
aulas merecen ser escuchadas y analizadas. Además, habría que mirar
hacia sus interlocutores con un ojo igual de crítico y preguntarse qué
tan reformista es la reforma educativa, qué innovaciones pedagógicas
introduce, con qué recursos, a quién beneficia y a quién perjudica. No
permitamos que las vociferaciones provenientes del televisor nos desvíen
de lo importante. (Kenya Bello) (Fuente)